Así se describía a Alcalá de Guadaíra en una revista de hace 100 años

Las revistas de hace un siglo no se parecen mucho a las actuales. Lo que ahora aporta una fotografía entonces debía describirse con ilustraciones y textos. Como el texto publicado en 1907 en la revista Blanco y Negro que comienza con una descripción de Alcalá de Guadaíra.

«Siega de rosas» es un relato de la escritora sevillana Blanca de los Ríos cuya acción se sitúa en Alcalá. Apareció publicado en el número del 27 de abril de 1907 de la revista ilustrada Blanco y Negro. Esta publicación editada en Madrid nació en el año 1891 de la mano del periodista sevillano Torcuato Luca de Tena, el mismo fundador unos años más tarde del diario ABC. Blanco y Negro presentó como novedad en la época el uso de ilustraciones y gozó de gran prestigio por sus artículos y colaboraciones literarias.

Blanca de los Ríos nació en Sevilla en 1862 y destacó como escritora y crítica literaria, aunque su figura sigue siendo desconocida pese a su fecunda obra. Publicó poesía, varias novelas, numerosos cuentos y colecciones de relatos. Vivió en Madrid, donde tuvo la oportunidad de participar en varias publicaciones periódicas, incluso fundó y dirigió su propia revista cultural. «Siega de rosas» apareció en portada de Blanco y Negro junto a una ilustración de la ribera del Guadaíra. La descripción con la que comienza nos sitúa en una Alcalá de principios del siglo XX que mantiene un hilo de comunicación con la actual gracias a su rico patrimonio natural.

revista blanco y negro alcala de guadaira

Siega de rosas

Alcalá de Guadaíra es un lugar como creado para fruición de poetas y pintores; tiene color y luz andaluces, horizontes de diafanidad acuarelesca y ambiente de geórgica y de leyenda a un tiempo; romántico castillo ruinoso, encaramado en un peñasco que ciñe un río de égloga, fluyendo entre adelfas y mirtos; peñascal arriba, cuevas de gitanos abiertas en la calcárea como nidos de pájaros rapaces; bajo el castillo, bajo las cuevas, entre la umbría, la boca del averno del túnel por donde entra y sale la locomotora escupiendo lumbres como dragón de conseja. Por las riberas del Guadaíra y por todo su valle deleitoso, un paraíso de huertos, naranjales y jardines, entre cuyos verdores las almenadas torrecillas de los árabes molinos aceiteros; y por las calles blancas y reidoras de aquel pueblo moruno de panaderos y labriegos un confortante y sano olor a pan caliente mézclase al penetrante aroma de rosas y azahares, como en la vida se confunde la saludable prosa robusta con la enervante ideal poesía.

Guadaíra abajo, donde el río remansa voluptuoso entre granados, zarzas, adelfas y murtales, hay una huerta que, a no recordarla tan distintamente, creería haberla soñado en los días de aquel lírico ensoñar que en mi alma se llama con dos nombres: juventud y Andalucía. Por el lado del camino -donde tiene su entrada- y por los dos olivares colindantes, cercaban la huerta altos vallados de pitas y chumberas entretejidas de lentiscos y zarzamoras, y por la parte del río ceñíala en apretada fronda un bosque de granados que mojaban en el agua sus raíces, entre marañas de sauces, juncias, cañizales y lampazos. Huerta le decían aquello, y apenas si justificaban tal nombre unos verdijugosos cuadros de hortalizas que rodeaban la casa del guarda; lo demás, jardín era todo, y tan cuajado de plantas olorosas, de floración opulenta, que allí no era metáfora baldía lo de que las flores podían segarse, sino que, en efecto, se segaban; y de la cosecha floreal de aquella huerta abastecíase una fábrica de perfumes, y de la siega de flores vivía un pueblo de mocitas, hijas del sol y hermanas de los capullos tempranos.